Hace unos años el presidente Kirchner hablaba
con vehemencia, como solía siempre hacerlo, de un nuevo fenómeno descubierto por
él en la realidad argentina que denominó “transversalidad”, concepto sesudo con
el que pretendía sentar en una misma mesa de discusión varias fuerzas políticas
que hasta ese momento habían estado enfrentadas y con las cuales las alianzas
al estilo FREJULI de los setenta no habían sido posibles. Se hablaba entonces
de un nuevo justicialismo que atrajera por fin a su seno lo que quedaba de la
vasta clase media argentina que siempre había mirado al peronismo con
desconfianza, prometiendo un diálogo transversal y asegurando así un horizonte
más diáfano en días turbulentos. Quizás la verdadera intención de esta maniobra
era compensar las pérdidas que el kirchnerismo sufría en el seno del viejo
partido peronista repleto de ortodoxos, viejos y roncos cantores desentonados
de la marcha, antiguos jerarcas sindicales que habían pactado con los militares,
y caudillos que habían exprimido bastante del movimiento y del pueblo pero que
resultaban, para ese entonces, una amenaza insoportable. Ese proyecto del
muerto, como otros de su misma autoría, fracasó. No mucho después, la ansiedad
voraz del ex presidente, que seguramente fue la que terminó matándolo
literalmente, estaba apuntando los cañones hacia otros objetivos. Pero de aquel
proyecto quedó el vicepresidente Cobos, surgido de un radicalismo en
decadencia, devaluado por tremendos golpes de años anteriores sufridos por
líderes como Alfonsín que jaqueado por el sindicalismo peronista con Ubaldini a
la cabeza, los militares con añoranzas con líderes como Aldo Rico, y con sus
flaquezas propias había tenido que borrar con el codo la admirable gesta
escrita con la mano durante el juicio a las juntas, adelantar el fin del
gobierno y pactar con especímenes impresentables de la talla de Carlos Menem
que vació económica e intelectualmente el país. Y de un radicalismo quebrado
después del rotundo fracaso de la Alianza, última esperanza de la clase media
que había puesto allí todas sus expectativas y debió comer el barro después de
la caída de un presidente incapaz y un gabinete de impotentes que rogaron que
alguien los auxiliara, Duhalde, el mismo que fue acusado de promover parte de la
inestabilidad que condujo a la catástrofe, y que luego, con pésima visión
estratégica, concedió la candidatura del justicialismo a un ignoto del sur que
luego pateó el tablero y se convirtió en su peor enemigo. El kirchnerismo ganó
y gobernó y empezó a tomarle el sabor a la victoria a través de los
gobernadores de las provincias y los intendentes del conurbano, que para no ver
cortados los presupuestos de sus territorios, abrevaban gustosamente de la
abultada billetera de la presidencia. Y junto con el poder crecía la soberbia y
la prepotencia del guapito del barrio que faja a todos. Y en ese afán devorador
surgió la idea de sacar plata de donde más venía, producto del cultivo de un
yuyo estúpido, según interpretación de la Presidenta por aquellos días, por el
que el mundo pagaba millonadas. Y el ministro Loustau, alejado todavía de las
feromonas de las divas de la televisión, pergeñó la genial idea de una manito
que denominó “retenciones” por las que todo un país se enfrentó hasta en las
mesas familiares, otro de los legados de Kirchner. Y en la discusión
parlamentaria sobre el monto de esas retenciones, el vicepresidente Cobos, que
debía desempatar, lo hizo a favor del campo y de la inmensa mayoría que veía en
esta maniobra otra injerencia del gobierno.
No es este el panegírico de una figura avasallante
en la política argentina, ni un acto de reconocimiento para un personaje que no
me impresiona como sobresaliente en el escenario nacional. Pero es la
descripción de una persona que en total soledad, rodeada de serpientes
venenosas que lo azuzaban a escondidas y durante toda la sesión a la vista de
las cámaras de televisión, en un acto de independencia personal, votó por lo
que consideraba más justo. Esta acción, por la que fue calificado como traidor
una y mil veces por el kirchnerismo, convirtió a este hombre, el presidente del
Senado, en un aislado político al que a poco de andar fue abandonado por su
partido y al que el plantel gobernante humilló mil veces, empezando por la
actual presidenta que en reuniones partidarias multitudinarias comentaba que
preguntaba a su marido “¿qué vicepresidente me pusiste?” generando las burlas ruidosas
y chabacanas de la audiencia y luego la
de los aduladores profesionales, muchos de ellos expertos en medios de
comunicación.
Así es como reacciona el gobierno frente a
quienes no siguen el libreto que según ellos deben seguir quienes estén a esas
alturas del poder. Esa era la profundidad del concepto de “transversalidad” que
pretendía el ex presidente. Todo lo malo y riesgoso de los Cobos frente a la
cualidad fundamental de los que acompañen ahora a la presidenta: la lealtad. La
misma que lleva afirmar al vicepresidente electo Boudou en el acto de su consagración
como candidato que jamás sería como Cobos.
En estos días, en el fin de un largo año en
el que no se hizo casi ninguna tarea legislativa porque las mentes estaban
ocupadas en las elecciones, las preocupaciones que desvelan a los legisladores
oficialistas y al vicepresidente electo es encontrar una fórmula para sortear
los lineamientos de la Carta Magna con respecto al acto de asunción del cargo
de Presidenta e impedir que sea el vicepresidente constitucional, en este caso
Cobos, un díscolo que ha desobedecido a gobierno, quien otorgue los atributos
de mando a la Señora Cristina, algunos dicen cínicamente, para evitarle al
vicepresidente un mal momento. Oscuros días esperan a la Argentina, ahora que
la oposición atomizada ocupa menos bancas en el parlamento, no encuentra
canales de expresión y ha sido desplazada por la soberbia que reina tranquila creyéndose
depositaria de todo el poder, y los
serviles domesticados que se cuidarán bien de cerrar sus bocas, como
corresponde en un universo de lealtades o conspiraciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario