miércoles, 16 de noviembre de 2011

De la mano de Raúl Apold.


Está instalado en la Argentina de estos días un verdadero entuerto relacionado con el periodismo y su papel en la sociedad, discusión  sobre la que creía desde hace mucho que se había dicho casi todo.  Hasta se habla ahora de periodismo militante y periodismo profesional, enunciados que atraen acres vahos setentistas, despertados por el inefable ex presidente recientemente muerto que se prefiere no nombrar por algún críptico conjuro,  que nos había ya acostumbrado a una persistente apertura de frentes de combate cargada de crispación epidémica que ha dejado como legado hereditario  muchas heridas abiertas. Se diferencian estos dos grupos como si entre los primeros sobresalieran los ideólogos de una nueva corriente liberadora  dispuesta a revolucionar (aunque este mote curiosamente no se utilice) la política del país para encolumnarla en el tan ansiado y abstracto proyecto nacional y popular que esbozó el general (también innombrable en esta época) a su regreso definitivo hace cuarenta años. Y de la otra parte, un enorme grupo irreconciliable de periodistas no kirchneristas, los “cómplices de los monopolios”, verdadero escollo para los proyectos de liberación nacional, periodistas calificados soezmente de prostitutos baratos cuando no apedreados durante conferencias públicas en plena ciudad de Buenos Aires. Se plantea también que desde la aparición de Néstor Kirchner en el escenario político argentino el periodismo ya no puede ser considerado independiente y debe, forzosamente, encuadrarse en alguna de estas dos categorías.
     Es cierto que el periodismo debe ser visto como una de las actividades del hombre que exponen abierta o encubiertamente intereses determinados, generalmente económicos o de poder, muchas veces monopólicos. Pero si esto es cierto en el caso de Clarín y Magneto, por qué no lo sería en el de gobierno nacional y Kirchner, si ambos manejan, o pretenden hacerlo, los mismos códigos. Nadie podría llamarse a engaño, salvo bajo condiciones de extrema obsecuencia, escasa instrucción, o intereses compartidos, que el dinero y el dominio desvelan tanto a Magneto como a la familia Kirchner. No me gustaba que durante un clásico de fútbol se mostrara una tribuna y no el campo de juego, pero tampoco me gusta ver cuatro canales seguidos transmitiendo en vivo el mismo partido rociado permanentemente de propaganda oficial. No me gusta que los empresarios de medios se enriquezcan a costa de quienes consumen a alto precio sus productos pero también detesto ver que la presidenta de los argentinos multiplica su patrimonio año tras año durante el ejercicio de la función pública. Quizá hiera la sensibilidad de muchos partidarios del gobierno porque no alcanzo  a ver como ellos en perspectiva que insignificantes son los aspectos personales de los actores en escenarios históricos de cambio tan complejos como el actual. Aún así, y a pesar de un enorme esfuerzo intelectual, no puedo alcanzarlos en sus razonamientos, máxime cuando durante la defensa ardiente de sus postulados, los oficialistas repiten y repiten que los otros tergiversan la realidad y exponen a  la ciudadanía a sus mentiras, como si no tuviera la capacidad de análisis suficiente para evaluar por sí misma la información que recibe y como si la voz oficial, por el sólo hecho de proceder del gobierno, debiera ser necesariamente confiable.
    Pienso que el peronismo, lejos de ser un partido orgánico, y un movimiento como pretende serlo con su población de tan amplio espectro que va desde el pobre que recuerda a la Evita de las manos abiertas de los cincuenta hasta el actual vicepresidente electo procedente de un partido de derecha y vecino del barrio más caro de Buenos Aires, debiera, simplemente por respeto al prójimo, tener una sensibilidad muy especial con el tema de la libertad de expresión, y hacer esfuerzos para respetarla, esfuerzos sobrehumanos aunque le cueste, como demuestra cada día que le cuesta. Porque el monopolio de la información del estado, convertida lisa y llanamente en propaganda de la mano de Raúl Apold, fue una de las peores manchas del peronismo histórico que debiera haber quedado definitivamente sepultada. 

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