La sociedad argentina
está enferma; desde hace muchos años pero ahora hizo crisis. La descomposición
del cuerpo social se constata diariamente por el humor de los ciudadanos, cada
vez más ansiosos y más violentos. El argentino, especialmente el de las grandes
ciudades, no es muy amable sino más bien malhumorado y de pocas pulgas: se ven
locos e irresponsables conduciendo automóviles peor que los principiantes, sin
atención a las mínimas normas de tránsito ni a las básicas de convivencia.
Somos, en el mundo, de los primeros en muertes por accidentes viales, pero
además aterra salir cada día del hogar para enfrentarnos con los horrores de
las calles y avenidas, caracterizados por falta de respeto por los límites de
velocidad, por la alcoholización de los conductores, por la falta de
reconocimiento de la mano derecha en el tránsito, por la ignorancia de los
semáforos y las indicaciones, por la ausencia de la cordialidad y la cesión del
paso, por la presión contra los peatones y la agresión verbal y hasta física
entre conductores por nimiedades. Los transeúntes no son menos agresivos que
los conductores. Basta observar sus rostros contraídos, sus dientes apretados y
sus miradas asesinas ante las mínimas contrariedades que surgen del tránsito
por veredas atestadas, y asistir cotidianamente a escenas de pugilato
sangriento gratuito con entusiasta concurrencia popular. Un aditamento agregado
hace no mucho tiempo es el de aquellos que convencidos de los derechos cívicos
que los asisten, o conducidos hábilmente por quienes parecen defenderlos y o
representarlos, ocupan calles, avenidas, puentes y cuanto pasaje público
exista, en horas pico, frecuentemente con rostros cubiertos por pañuelos y
munidos de palos en sus manos, exentos claro, de la más mínima consideración
para con sus conciudadanos, bloquean el paso a quienes deben llegar a sus
trabajos, a entrevistas laborales, a visitas médicas, o, incluso, a quirófanos
para ser operados. Y sin excepciones frente a las necesidades de quienes deben
necesariamente atravesar el escollo que ellos han dispuesto con total
arrogancia como por ejemplo, en días pasados, a un incapacitado que llevaba una
pierna ortopédica y fue arrojado desde arriba del puente Nicolas Avellaneda,
acción seguida del robo de la misma prótesis que portaba. Otro ejemplo de
violencia inaudita es la de los barrabravas del fútbol argentino, responsables
de escándalos y emboscadas no exentas de crímenes y venganzas mafiosas, señores
que actúan en connivencia reconocida desde hace años con el poder político y de
seguridad, controlando la asistencia a las marchas a favor del gobierno o de
los gremios según corresponda, la venta y reventa de entradas para los
encuentros “deportivos” y musicales, el estacionamiento en las cercanías de los
estadios, el funcionamiento de los clubes, la integración de los planteles de
jugadores, los negocios tercerizados de las instituciones como las obras de
refacción (como por ejemplo durante la gestión de Comparada en Independiente) y
otros. Barrasbravas elogiados en público no hace mucho por nuestra presidenta,
calificados casi como traviesos jóvenes llenos de energía de los cuales es
lógico esperar alguna que otra travesura. Violencia en el mas limpio significado
que existe es, claro, la de los delincuentes que diariamente roban vehículos,
toman rehenes reales o virtuales, penetran en los hogares, torturan, vejan,
violan y matan a las ciudadanos que no pueden ya confiar en las fuerzas
policiales y de seguridad rebasados en su capacidad y claramente inservibles
para la tarea que les ha sido encomendada. El fracaso de la gestión
gubernamental a nivel nacional, provincial y municipal en este campo es
indiscutible, a pesar que la respuesta de estos actores antes las fatalidades
diarias que debe sufrir el ciudadano es la típica derivación de las
responsabilidades al otro que está allá lejos. Pero como la situación en
Argentina se agrava y agrava día a día, faltaba una vuelta de tuerca para
seguir avanzando en los subniveles de este infierno. Y surgió el salvajismo de
las víctimas, sean del pobre conurbano como del rico Barrio Norte. En estos
últimos días, la acción de la gente victimizada por la delincuencia en las
calles, llevó a la detención violenta, y la agresión física descontrolada hasta
el límite de la muerte del que robó aunque más no sea una cartera. Reacción
irracional que antes se veía esporadicamente en caso de violaciones comprobadas
y hoy ya se extiende a robos o hurtos de mínima implicancia. Gente de buen
poder adquisitivo y excelente nivel de educación, teóricamente aptos para
diferenciar un acto leve de otro grave y de controlar sus emociones,
imposibilitado de actuar de acuerdo a derecho y a reglas básicas de
convivencia, amenazando de muerte y pegándole patadas en la cabeza a un
individuo que pretendió robar a otro ciudadano, mientras un patrullero llegó
veinte minutos o una hora después de los hechos desmadrados, y un Secretario de
Seguridad hecha la culpa a un Poder Judicial que por otra parte lleva en su
seno a un Juez como Oyarbide que allana todo el tiempo el camino tortuoso de un
gobierno sospechado de corrupción hasta los codos, y con uno de los integrantes
de la Corte Suprema como Zaffaroni (defensor permanente del gobierno) que culpa
a los vecinos de asesinos mientras mantiene ocupadas sus propiedades alquiladas
con prostíbulos.
Pero el tema de la violencia no termina
aquí, ni ha empezado aquí. En los setenta fui testigo de teóricos que hablaban
de que “la violencia de abajo es engendrada por la violencia de arriba”,
excelente argumento para justificar la irracional lucha armada entre los grupos
de guerrilleros, y las fuerzas armadas y de seguridad. Todas, las de izquierda
y las de derecha, dirigidas por forajidos amantes de la sangre derramada y lo
bastante obtusos para medir las consecuencias de una lucha de alienados que
terminó literalmente con una generación entera de pobres chicas y muchachos que
soñaban románticamente con cambiar el mundo, y con las fuerzas armadas de una
Nación. Muchos de aquellos dirigentes de izquierda de entonces, quizás los
menos aguerridos y muchos de los más calculadores, sobrevivieron. Algunos se
reubicaron y constataron las bondades del capital por el que, teóricamente,
combatieron, por ejemplo, los Kirchner o los Abal Medina. Y entonces se
erigieron en paladines de los derechos humanos y en los salvadores de la Nación
sometida por el neoliberalismo de un Menem que ellos mismos pusieron en
reemplazo de un demócrata como Alfonsin, y sostuvieron hasta que el país fue
expoliado hasta un límite desconocido hasta entonces. Pero, increíblemente,
“intelectuales” trasnochados que parece no han aprendido nada de la vida ni de
la Historia, reivindican aquellos años como de glorioso patriotismo, y
reencauzan argumentos perimidos de liberación y dependencia en contra del
corporativismo de los medios, que con poderosas herramientas (llámese Clarín o
La Nación) confunden a los estúpidos como uno que lee esos medios y desvían su
inteligencia de los núcleos centrales de la verdad, y obnubilan entonces la
apreciación de lo medular que devuelve la dialéctica que tan bien manejan los
intelectuales kirchneristas: que la Argentina, conducida por Cristina es por
fin soberana frente a los centros de poder, y que la expropiación de Aerolíneas
e YPF fueron gestos de emancipación y que quienes así no lo entienden son
cuanto menos gorilas y básicamente estúpidos. El desprecio permanente y
rutinario de Cristina y sus acólitos a quienes no comparten su proceder y su
relato (no menos del cincuenta por ciento del electorado) se ha manejado
pertinazmente desde las usinas del poder
y la primera lección del aprendiz kirchnerista es incorporar el desprecio por
el opositor y a taparlo con descalificaciones. Durante años el gobierno no pudo
contener la realidad que se imponía al relato oficial armado, y la inflación
debió ser reconocida, el peso tuvo que ser devaluado, los compromisos
internacionales debieron cumplirse y las sanciones por los actos
“emancipatorios” debieron pagarse religiosamente. Paralelamente, los robos de
los integrantes del gobierno y de sus amigos cercanos salieron a la luz,
mientras se salía a achacarle a las “corporaciones” la ventilación de supuestas
mentiras sin que jamás salieran los señalados (los Kirchner, los De Vido, los
Budú, los Báez entre muchos otros) a aclarar los cargos documentados en su
contra. Los chorros comunes, que bien saben de la diferencia entre la vida real
y los relatos, salieron desatados a cumplir su tarea milenaria, seguros del
éxito definitivo abonado por la impunidad de arriba y la justicia domada y estimulados
por la droga del narcotráfico también liberado en el país, ejercitando la
práctica de la violencia que mamaron desde el nacimiento en villas donde reinan
las privaciones, la violencia física y la exclusión social; la misma exclusión
que diez años de gobierno nacional y popular no pudieron evitar. Y en un
círculo vicioso, ese joven delincuente vuelve a ser golpeado, con el peligro de
la muerte que lleva sobre su cabeza como espada de Damocles, esta vez por esos
representantes de una clase media en retroceso, despreciada violentamente por
una Cristina vez cada más rica, que, convencida de su inutilidad como
electorado favorable, no escatima esfuerzos para golpearla.
La sociedad argentina está indudablemente
enferma y en estado crítico. Lo están sus ciudadanos y lo están sus funcionarios
y su dirigentes. Lo están los historiadores o quienes pretendan serlo, y sus
ideólogos o los que juegan a serlo sin mayor basamento que unas viejas fórmulas
marcadas a fuego en años de fervorosa juventud. Pero en la realidad, la
descomposición avanza y los males se profundizan. El remolino nos traga a todos
y la ceguera nos arrastra a las profundidades. Argentina necesita despertar de
esta pesadilla.