miércoles, 2 de abril de 2014

La pesadilla argentina

La sociedad argentina está enferma; desde hace muchos años pero ahora hizo crisis. La descomposición del cuerpo social se constata diariamente por el humor de los ciudadanos, cada vez más ansiosos y más violentos. El argentino, especialmente el de las grandes ciudades, no es muy amable sino más bien malhumorado y de pocas pulgas: se ven locos e irresponsables conduciendo automóviles peor que los principiantes, sin atención a las mínimas normas de tránsito ni a las básicas de convivencia. Somos, en el mundo, de los primeros en muertes por accidentes viales, pero además aterra salir cada día del hogar para enfrentarnos con los horrores de las calles y avenidas, caracterizados por falta de respeto por los límites de velocidad, por la alcoholización de los conductores, por la falta de reconocimiento de la mano derecha en el tránsito, por la ignorancia de los semáforos y las indicaciones, por la ausencia de la cordialidad y la cesión del paso, por la presión contra los peatones y la agresión verbal y hasta física entre conductores por nimiedades. Los transeúntes no son menos agresivos que los conductores. Basta observar sus rostros contraídos, sus dientes apretados y sus miradas asesinas ante las mínimas contrariedades que surgen del tránsito por veredas atestadas, y asistir cotidianamente a escenas de pugilato sangriento gratuito con entusiasta concurrencia popular. Un aditamento agregado hace no mucho tiempo es el de aquellos que convencidos de los derechos cívicos que los asisten, o conducidos hábilmente por quienes parecen defenderlos y o representarlos, ocupan calles, avenidas, puentes y cuanto pasaje público exista, en horas pico, frecuentemente con rostros cubiertos por pañuelos y munidos de palos en sus manos, exentos claro, de la más mínima consideración para con sus conciudadanos, bloquean el paso a quienes deben llegar a sus trabajos, a entrevistas laborales, a visitas médicas, o, incluso, a quirófanos para ser operados. Y sin excepciones frente a las necesidades de quienes deben necesariamente atravesar el escollo que ellos han dispuesto con total arrogancia como por ejemplo, en días pasados, a un incapacitado que llevaba una pierna ortopédica y fue arrojado desde arriba del puente Nicolas Avellaneda, acción seguida del robo de la misma prótesis que portaba. Otro ejemplo de violencia inaudita es la de los barrabravas del fútbol argentino, responsables de escándalos y emboscadas no exentas de crímenes y venganzas mafiosas, señores que actúan en connivencia reconocida desde hace años con el poder político y de seguridad, controlando la asistencia a las marchas a favor del gobierno o de los gremios según corresponda, la venta y reventa de entradas para los encuentros “deportivos” y musicales, el estacionamiento en las cercanías de los estadios, el funcionamiento de los clubes, la integración de los planteles de jugadores, los negocios tercerizados de las instituciones como las obras de refacción (como por ejemplo durante la gestión de Comparada en Independiente) y otros. Barrasbravas elogiados en público no hace mucho por nuestra presidenta, calificados casi como traviesos jóvenes llenos de energía de los cuales es lógico esperar alguna que otra travesura. Violencia en el mas limpio significado que existe es, claro, la de los delincuentes que diariamente roban vehículos, toman rehenes reales o virtuales, penetran en los hogares, torturan, vejan, violan y matan a las ciudadanos que no pueden ya confiar en las fuerzas policiales y de seguridad rebasados en su capacidad y claramente inservibles para la tarea que les ha sido encomendada. El fracaso de la gestión gubernamental a nivel nacional, provincial y municipal en este campo es indiscutible, a pesar que la respuesta de estos actores antes las fatalidades diarias que debe sufrir el ciudadano es la típica derivación de las responsabilidades al otro que está allá lejos. Pero como la situación en Argentina se agrava y agrava día a día, faltaba una vuelta de tuerca para seguir avanzando en los subniveles de este infierno. Y surgió el salvajismo de las víctimas, sean del pobre conurbano como del rico Barrio Norte. En estos últimos días, la acción de la gente victimizada por la delincuencia en las calles, llevó a la detención violenta, y la agresión física descontrolada hasta el límite de la muerte del que robó aunque más no sea una cartera. Reacción irracional que antes se veía esporadicamente en caso de violaciones comprobadas y hoy ya se extiende a robos o hurtos de mínima implicancia. Gente de buen poder adquisitivo y excelente nivel de educación, teóricamente aptos para diferenciar un acto leve de otro grave y de controlar sus emociones, imposibilitado de actuar de acuerdo a derecho y a reglas básicas de convivencia, amenazando de muerte y pegándole patadas en la cabeza a un individuo que pretendió robar a otro ciudadano, mientras un patrullero llegó veinte minutos o una hora después de los hechos desmadrados, y un Secretario de Seguridad hecha la culpa a un Poder Judicial que por otra parte lleva en su seno a un Juez como Oyarbide que allana todo el tiempo el camino tortuoso de un gobierno sospechado de corrupción hasta los codos, y con uno de los integrantes de la Corte Suprema como Zaffaroni (defensor permanente del gobierno) que culpa a los vecinos de asesinos mientras mantiene ocupadas sus propiedades alquiladas con prostíbulos.
    Pero el tema de la violencia no termina aquí, ni ha empezado aquí. En los setenta fui testigo de teóricos que hablaban de que “la violencia de abajo es engendrada por la violencia de arriba”, excelente argumento para justificar la irracional lucha armada entre los grupos de guerrilleros, y las fuerzas armadas y de seguridad. Todas, las de izquierda y las de derecha, dirigidas por forajidos amantes de la sangre derramada y lo bastante obtusos para medir las consecuencias de una lucha de alienados que terminó literalmente con una generación entera de pobres chicas y muchachos que soñaban románticamente con cambiar el mundo, y con las fuerzas armadas de una Nación. Muchos de aquellos dirigentes de izquierda de entonces, quizás los menos aguerridos y muchos de los más calculadores, sobrevivieron. Algunos se reubicaron y constataron las bondades del capital por el que, teóricamente, combatieron, por ejemplo, los Kirchner o los Abal Medina. Y entonces se erigieron en paladines de los derechos humanos y en los salvadores de la Nación sometida por el neoliberalismo de un Menem que ellos mismos pusieron en reemplazo de un demócrata como Alfonsin, y sostuvieron hasta que el país fue expoliado hasta un límite desconocido hasta entonces. Pero, increíblemente, “intelectuales” trasnochados que parece no han aprendido nada de la vida ni de la Historia, reivindican aquellos años como de glorioso patriotismo, y reencauzan argumentos perimidos de liberación y dependencia en contra del corporativismo de los medios, que con poderosas herramientas (llámese Clarín o La Nación) confunden a los estúpidos como uno que lee esos medios y desvían su inteligencia de los núcleos centrales de la verdad, y obnubilan entonces la apreciación de lo medular que devuelve la dialéctica que tan bien manejan los intelectuales kirchneristas: que la Argentina, conducida por Cristina es por fin soberana frente a los centros de poder, y que la expropiación de Aerolíneas e YPF fueron gestos de emancipación y que quienes así no lo entienden son cuanto menos gorilas y básicamente estúpidos. El desprecio permanente y rutinario de Cristina y sus acólitos a quienes no comparten su proceder y su relato (no menos del cincuenta por ciento del electorado) se ha manejado pertinazmente  desde las usinas del poder y la primera lección del aprendiz kirchnerista es incorporar el desprecio por el opositor y a taparlo con descalificaciones. Durante años el gobierno no pudo contener la realidad que se imponía al relato oficial armado, y la inflación debió ser reconocida, el peso tuvo que ser devaluado, los compromisos internacionales debieron cumplirse y las sanciones por los actos “emancipatorios” debieron pagarse religiosamente. Paralelamente, los robos de los integrantes del gobierno y de sus amigos cercanos salieron a la luz, mientras se salía a achacarle a las “corporaciones” la ventilación de supuestas mentiras sin que jamás salieran los señalados (los Kirchner, los De Vido, los Budú, los Báez entre muchos otros) a aclarar los cargos documentados en su contra. Los chorros comunes, que bien saben de la diferencia entre la vida real y los relatos, salieron desatados a cumplir su tarea milenaria, seguros del éxito definitivo abonado por la impunidad de arriba y la justicia domada y estimulados por la droga del narcotráfico también liberado en el país, ejercitando la práctica de la violencia que mamaron desde el nacimiento en villas donde reinan las privaciones, la violencia física y la exclusión social; la misma exclusión que diez años de gobierno nacional y popular no pudieron evitar. Y en un círculo vicioso, ese joven delincuente vuelve a ser golpeado, con el peligro de la muerte que lleva sobre su cabeza como espada de Damocles, esta vez por esos representantes de una clase media en retroceso, despreciada violentamente por una Cristina vez cada más rica, que, convencida de su inutilidad como electorado favorable, no escatima esfuerzos para golpearla.

    La sociedad argentina está indudablemente enferma y en estado crítico. Lo están sus ciudadanos y lo están sus funcionarios y su dirigentes. Lo están los historiadores o quienes pretendan serlo, y sus ideólogos o los que juegan a serlo sin mayor basamento que unas viejas fórmulas marcadas a fuego en años de fervorosa juventud. Pero en la realidad, la descomposición avanza y los males se profundizan. El remolino nos traga a todos y la ceguera nos arrastra a las profundidades. Argentina necesita despertar de esta pesadilla.