viernes, 6 de enero de 2012

Protocolos y ética.


Está en discusión en estos días el tema de la ética en los protocolos de investigación médica en la Argentina tras una multa aplicada por el ANMAT a Glaxo sobre el reclutamiento aparentemente improcedente de pacientes para el ensayo de una vacuna. Salieron por los medios voces acusadoras y defensoras de los protocolos de investigación y del papel de la ética de un médico que lleva adelante un protocolo por el que le pagan y está frente a un paciente que fue al hospital para curarse. Tal vez se entienda algo más del tema si uno averigua a qué se dedican quienes emiten las opiniones. Es indudable que la importancia de la investigación clínica en fase III (sobre pacientes) en indiscutible, que ha sido de fundamental valor para el avance de la Medicina y lo seguirá siendo. Pero también es cierto que la actividad no está regulada por ninguna ley nacional a pesar que muchos profesionales ostentan el título de “Investigador” en su tarjeta de presentación. La experiencia argentina en la materia demuestra que muchos médicos se han enriquecido por el trabajo con estos protocolos auspiciados por empresas generalmente multinacionales, percibiendo miles de dólares o euros o su equivalente en pesos moneda nacional  por el reclutamiento de cada paciente reclutado. Sólo pensar en las cifras, de qué manera multiplicarlas y ubicarse en un país como Argentina donde todo, hasta lo más consagrado e incontrovertible toma otro color, para imaginar cuantas irregularidades fueron posibles en pos del reforzamiento de un salario hospitalario siempre magro e insuficiente. Habría que diferenciar el trabajo desarrollado silenciosamente en el país por grupos de prestigio incuestionable que en el seno de las instituciones públicas donde desarrollaban su actividad asistencial y también docente, abrazaron desde los años sesenta con la apertura del CONICET, la investigación clínica y aún básica con enormes sacrificios personales. El fenómeno de la investigación de protocolos masivos por grupos médicos, en cambio, se desarrolló en Argentina en los noventa, época de grandes transformaciones y saqueos públicos acordados por el congreso, donde el ejemplo de los escalones superiores se transmitía hacia abajo masivamente, sin pudores ni conflictos éticos. En una primera fase, surgieron pocos médicos avisados del fenómeno que llegaba de los países desarrollados y fueron pequeños grupos de especialistas reconocidos (aún mediáticamente) con centros prósperos de atención privados que se convirtieron en los primeros benficiarios de una tarea que los impulsaba a reclutar pacientes fuera de sus propios centros para acrecentar las ganancias con pagos mínimos o equivalentes engañosos como viajes a congresos  o becas en el exterior  a los médicos investigadores  participantes. Se conformaron así poderosas redes interconectadas de base empresarial donde las instituciones madres cobraban porcentajes nada despreciables de las asignaciones acordadas al investigador principal. Paralelamente llegó el aluvión de la epidemia de SIDA, que complicó toda la dinámica médica, social y económica del país pero aseguró la buena vida y la jubilación de muchos colegas que aprovecharon el sinnúmero de ventajas que trajo aparejado. El mercado se llenó de protocolos de investigación sobre drogas para el HIV y se conformaron rápidamente grupos en los centros públicos y privados interesados en manejar la patología tan siniestra y aprovechar los protocolos de la industria farmacéutica. En ciertos centros, la corriente natural de la patología llevó a hipertrofiar antiguos servicios y a reabrir salas cerradas desde hacia decenios, pero otros crearon forzadamente la necesidad de convertirse en centros de atracción a pesar de la existencia de servicios preexistentes donde la inspiración comercial no era tan fuerte y se llegó hasta el límite de crear nuevas especialidades, inéditas en el mundo, para apropiarse de la patología. En los hospitales públicos la ANMAT exigió la constitución de comités de ética para la aprobación de protocolos pero se dio el fenómeno de que coordinadores de tales comités en hospitales públicos, por ejemplo, llegaron a ser los investigadores principales de los protocolos mejor pagos del país. Las direcciones sucesivas de las instituciones públicas, hospitales y universidades, por razones no claras, hacían la vista gorda, a pesar de denuncias y solicitudes de acciones administrativas por enormes irregularidades que implicaban la contratación no oficial de personal médico y administrativo, el cobro no regulado de honorarios, la falta de distribución de las ganancias para la satisfacción de las siempre urgentes necesidades de los hospitales, y la derivación de las horas de asistencia por las que los médicos investigadores eran pagados por el hospital a las de investigación que eran recompensadas por empresas multinacionales. Los honorarios eran percibidos en una primera larga etapa según contratos secretos entre los laboratorios y los investigadores, quienes manejaban a su libre arbitrio las sumas que percibían y hasta creaban fundaciones para manejar el dinero procedente de los protocolos para evadir las contribuciones fiscales y que funcionaban dentro del mismo hospital. El tiempo hizo tentar a las autoridades a participar del negocio como desde mucho antes lo venían haciendo los centros privados, aún los de reputación cuestionable, con comités de ética totalmente interesados, cobrando hasta el 50% de las ganancias. Fue así como el gobierno de la ciudad comenzó a elaborar un plan (aún no implementado) para supervisar la totalidad de los protocolos de sus instituciones, cobrar directamente el dinero de los laboratorios y luego repartirlo (según su criterio siempre dudoso) a los investigadores, es decir, cambiar la titularidad de un monopolio según tendencias políticas de estos días. Pero a todo este complejo, se suma la profusión de pequeños grupos de profesionales de formaciones diversas no siempre entrenados en la difícil tarea encomendada, que aprovechan las migajas que caen del festín y llevan adelante protocolos complejos en centros no calificados, situaciones que los sobrepasan y que ponen en riesgo la seguridad de los pacientes intervinientes.
    Asomarse a esta situación tan compleja no hace sino poner al descubierto cómo el desinterés de quienes deben conducir la salud en nuestro país miran siempre para otro lado hasta que las complicaciones desbordan los cauces habituales o las necesidades económicas advierten ventajas no despreciables. Mientras tanto, la utilidad de los protocolos se debate frente a la ética de los médicos que los llevan adelante.

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