sábado, 10 de marzo de 2012

La valla


Estuve de vacaciones. Viajé al norte en mi automóvil con mi mujer como copiloto. Salimos de Buenos Aires un sábado a la mañana por la ruta 9 a través de la autopista Buenos Aires- Rosario y por la de Rosario-Córdoba llegamos al atardecer a la capital mediterránea donde pernoctamos. Reanudamos a la mañana siguiente el viaje por la 60 hasta la 157, y en San Miguel de Tucumán retomamos la 9 hasta Guemes, donde giramos a la izquierda por la nueva autopista General Guemes-Salta, y arribamos a Salta al atardecer del domingo. Durante diez días recorrimos Salta, sus alrededores, Cafayate, las ruinas de los Quilmes, Tilcara, Purmamarca, y Humahuaca, para regresar luego por la ruta 34 hasta Tucumán donde retomamos la 9 y regresamos Buenos Aires previa escala de una noche en Deán Funes. Esporádicamente, en algún televisor de un bar norteño vi con desagrado el primer plano de la Señora Presidenta con las enérgicas y amargas expresiones a las que nos tiene acostumbrados, y en esos momentos no estaba dispuesto a tolerar sus nuevos pretextos para no alterar la paz de mis vacaciones, por lo que seguí de largo. La única vez que me acerqué a un televisor para enterarme de qué se trataba fue la mañana del trágico accidente de la Estación Once. Ese día vi a miles de personas desesperadas buscando a sus seres queridos desaparecidos, cientos de bomberos transpirados y sucios en plena labor, policías auxiliando a las víctimas, ambulancias y médicos corriendo de un lado a otro, tumultos de pasajeros exasperados atacando las instalaciones de la estación y quejándose de viajar diariamente como vacas hacia el matadero. Vi todo eso con el corazón acongojado. Pero no vi a la Señora Presidenta que parece se había ido a refugiar a su “lugar en el mundo” como suele llamar a alguna de sus mansiones del sur del país, en la que sus sirvientes le servirían su suculenta cena y luego su té de tilo y sus pastillas, mientras la pobre gente que viaja todos los días en trenes indecentes reconocía a la misma hora los cadáveres aplastados de sus hijos  o sus esposos o sus esposas. Pero que a la Presidenta que no le hablen de muerte porque ella sabe de que se trata, porque su amado esposo falleció en sus brazos a pesar que parecía eterno y todopoderoso, o al menos actuaba como si lo fuera. Su marido, cuya avidez de poder y dominio global le estrujó sus arterias coronarias prematuramente, constituye, para la Señora Presidenta, la vivencia equivalente de la gente común que sin otra ambición que  sobrevivir debe madrugar todos los días y tomar un colectivo atestado desde la esquina de su casa hasta la estación, y subirse a los empujones al vagón atestado y maloliente donde lo pisan, lo aprietan, lo golpean y le roban, y luego correr por los andenes hasta el subte en las entrañas de la tierra habitada por las ratas y los mendigos y los pordioseros, y los que duermen en los bancos de las estaciones porque no tienen donde dormir, y debe hacer las interminables colas para obtener el ticket del subte porque no tuvo oportunidad de conseguir la tarjeta SUBE, y debe luego correr hacia el andén del metro para tratar de subir a esos vagones repletos, donde se repiten a cada rato los vejámenes que conforman el viaje rutinario a su lugar de trabajo, y ese día hay paro, o se detuvo un coche sobre las vías o se suicidó un individuo arrojándose al paso, o hay menos vagones en las formaciones por dificultades  técnicas y los trenes están atrasados quince, veinte o cuarenta minutos, o el tren se detuvo en la oscuridad del trayecto y ordenan bajarse de los vagones, y jóvenes, viejos, embarazadas, y mujeres con bebés en los brazos, y viejos, o quebrados con muletas o paralíticos deben bajar del vagón y caminar por las vías entre las goteras que repiquetean en las cabezas o las napas que mojan los zapatos, y sigue la odisea para llegar a la siguiente estación, en medio de una multitud cansada, maloliente, agotada y malhumorada, y luego salir a la superficie y buscar un colectivo que pueda de una vez llevarlo al trabajo, habiendo perdido tiempo y el valor de un ticket de metro que nadie, nadie va a reconocer jamás. Pero eso en el fortuito caso que no haya un accidente previsible, absolutamente previsible como el de Once, en el que los informes de auditoría no fueron ni serán jamás oídos, sin que exista ninguna política de transporte que tenga en primer plano al ser humano que debe trasladarse por trabajo o por placer de un punto distante a otro. Nueve años de gobierno y los ferrocarriles argentinos son cada vez más inútiles y peligrosos, atados con el alambre argentino de la improvisación y de la complicidad asesina de los funcionarios para quienes existen los honores, las reuniones jocosas y burlonas de Olivos y de la Rosada, las genuflexiones a las reinas del Nilo,  los negocios personales y las coimas. Y esos señores y señoras ambiciosos y obedientes, bien vestidos, perfumados con esencias importadas, ascienden y ascienden cuando corresponde y van al fondo del infierno cuando llegan opiniones desfavorables a los oídos del mandamás o de la mandamás de turno. Sin embargo las penas son insignificantemente menores para los políticos oficialistas ansiosos de hacer carrera y dinero que para los pasajeros  de los trenes del suburbano que viajan diariamente como animales y llegan siempre tarde a sus trabajos, cuando no quedan cojos por algún accidente o pierden directamente la vida porque unos inútiles a sueldo no cumplen con el mandato para el que fueron elegidos precisamente por sus mismas víctimas.
    Me cansé en mi viaje de vacaciones de atravesar rutas mal mantenidas y señalizadas como la 60 o la 157, o la 9 a la salida de Tucumán, y del mal estado de la mano lenta en gran parte de las calzadas por la acción de los pesados camiones y buses que se han convertido, con anuencia oficial, en los amos de los caminos en detrimento de los automóviles que se hunden peligrosamente en las zanjas cavadas por los vehículos de gran porte y no arregladas por vialidad o las concesionarias según los casos, que retrasan su avance por colas de camiones con larguísimos acoplados, o que arriesgan su integridad por la imprudencia de los choferes profesionales. Y los camiones y los buses se adelantan imprudentemente ocupando la mano rápida cuando se les da en ganas y sin avisar previamente confiados seguramente en que serán mínimamente dañados en caso de colisión y desinteresándose absolutamente por la vida y la seguridad de los que vienen detrás. Mientras tanto, las Policías Provincial y Federal, y Gendarmería, persiguen a los automovilistas particulares pidiéndoles cada diez kilómetros la licencia, la cédula verde y el seguro (en Córdoba, desde Deán Funes hasta Colonia Caroya me detuvieron cinco veces para exigirme la misma documentación) pero no vi a ningún policía detener a ningún chofer de camión u bus por alguna de las múltiples infracciones de tránsito que constaté en el trayecto de más de 4000 kilómetros.
    Sobre la Panamericana y a 50 Km de Buenos Aires, el regreso de un día viernes por la tarde se vio retrasado a paso de hombre por lo que después conoceríamos obedecía al corte de la Illia por representantes de la villa 31, lo que motivó un retraso de tres horas para llegar a nuestra casa. Atravesamos Paseo Colón y pasamos frente a la Casa de Gobierno, en cuyo frente, estaba estacionado un flamante helicóptero con motor de reacción de las Presidencia de la Nación que aguardaba la salida de la Primera Mandataria de su trabajo para trasladarla en breves minutos hasta Olivos. En la vorágine del regreso convulsionado, entre miles y miles de autos que pretendían atravesar ese cuello de botella con pequeños avances que recalentaban el motor y el ánimo de los conductores que deseaban llegar a casa después de un arduo día, reflexioné sobre el origen de las apreciaciones oficiales y la interpretación de la realidad por parte de los funcionarios. La valla de la avenida que separaba nuestros vehículos de sufrientes ciudadanos del helipuerto de la Presidenta que saldría en un rato de la Casa de Gobierno sonriente y perfumada, era la valla de la realidad que la separa del resto de los mortales de su país, a quienes, por más que le pese, no conoce ni interpreta en absoluto aunque la hayan votado. 

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