Está en discusión en
estos días el tema de la ética en los protocolos de investigación médica en la
Argentina tras una multa aplicada por el ANMAT a Glaxo sobre el reclutamiento aparentemente
improcedente de pacientes para el ensayo de una vacuna. Salieron por los medios
voces acusadoras y defensoras de los protocolos de investigación y del papel de
la ética de un médico que lleva adelante un protocolo por el que le pagan y está
frente a un paciente que fue al hospital para curarse. Tal vez se entienda algo
más del tema si uno averigua a qué se dedican quienes emiten las opiniones. Es
indudable que la importancia de la investigación clínica en fase III (sobre
pacientes) en indiscutible, que ha sido de fundamental valor para el avance de
la Medicina y lo seguirá siendo. Pero también es cierto que la actividad no
está regulada por ninguna ley nacional a pesar que muchos profesionales
ostentan el título de “Investigador” en su tarjeta de presentación. La
experiencia argentina en la materia demuestra que muchos médicos se han
enriquecido por el trabajo con estos protocolos auspiciados por empresas
generalmente multinacionales, percibiendo miles de dólares o euros o su
equivalente en pesos moneda nacional por
el reclutamiento de cada paciente reclutado. Sólo pensar en las cifras, de qué
manera multiplicarlas y ubicarse en un país como Argentina donde todo, hasta lo
más consagrado e incontrovertible toma otro color, para imaginar cuantas
irregularidades fueron posibles en pos del reforzamiento de un salario
hospitalario siempre magro e insuficiente. Habría que diferenciar el trabajo
desarrollado silenciosamente en el país por grupos de prestigio incuestionable
que en el seno de las instituciones públicas donde desarrollaban su actividad
asistencial y también docente, abrazaron desde los años sesenta con la apertura
del CONICET, la investigación clínica y aún básica con enormes sacrificios
personales. El fenómeno de la investigación de protocolos masivos por grupos
médicos, en cambio, se desarrolló en Argentina en los noventa, época de grandes
transformaciones y saqueos públicos acordados por el congreso, donde el ejemplo
de los escalones superiores se transmitía hacia abajo masivamente, sin pudores
ni conflictos éticos. En una primera fase, surgieron pocos médicos avisados del
fenómeno que llegaba de los países desarrollados y fueron pequeños grupos de
especialistas reconocidos (aún mediáticamente) con centros prósperos de
atención privados que se convirtieron en los primeros benficiarios de una tarea
que los impulsaba a reclutar pacientes fuera de sus propios centros para
acrecentar las ganancias con pagos mínimos o equivalentes engañosos como viajes
a congresos o becas en el exterior a los médicos investigadores participantes. Se conformaron así poderosas redes
interconectadas de base empresarial donde las instituciones madres cobraban
porcentajes nada despreciables de las asignaciones acordadas al investigador
principal. Paralelamente llegó el aluvión de la epidemia de SIDA, que complicó
toda la dinámica médica, social y económica del país pero aseguró la buena vida
y la jubilación de muchos colegas que aprovecharon el sinnúmero de ventajas que
trajo aparejado. El mercado se llenó de protocolos de investigación sobre
drogas para el HIV y se conformaron rápidamente grupos en los centros públicos
y privados interesados en manejar la patología tan siniestra y aprovechar los
protocolos de la industria farmacéutica. En ciertos centros, la corriente
natural de la patología llevó a hipertrofiar antiguos servicios y a reabrir
salas cerradas desde hacia decenios, pero otros crearon forzadamente la necesidad
de convertirse en centros de atracción a pesar de la existencia de servicios
preexistentes donde la inspiración comercial no era tan fuerte y se llegó hasta
el límite de crear nuevas especialidades, inéditas en el mundo, para apropiarse
de la patología. En los hospitales públicos la ANMAT exigió la constitución de
comités de ética para la aprobación de protocolos pero se dio el fenómeno de
que coordinadores de tales comités en
hospitales públicos, por ejemplo, llegaron a ser los
investigadores principales de los protocolos mejor pagos del país. Las
direcciones sucesivas de las instituciones públicas, hospitales y
universidades, por razones no claras, hacían la vista gorda, a pesar de
denuncias y solicitudes de acciones administrativas por enormes irregularidades
que implicaban la contratación no oficial de personal médico y administrativo, el
cobro no regulado de honorarios, la falta de distribución de las ganancias para
la satisfacción de las siempre urgentes necesidades de los hospitales, y la derivación
de las horas de asistencia por las que los médicos investigadores eran pagados
por el hospital a las de investigación que eran recompensadas por empresas
multinacionales. Los honorarios eran percibidos en una primera larga etapa
según contratos secretos entre los laboratorios y los investigadores, quienes
manejaban a su libre arbitrio las sumas que percibían y hasta creaban fundaciones para manejar el dinero procedente de los
protocolos para evadir las contribuciones fiscales y que funcionaban dentro del
mismo hospital. El tiempo hizo tentar a las autoridades a participar del
negocio como desde mucho antes lo venían haciendo los centros privados, aún los
de reputación cuestionable, con comités de ética totalmente interesados,
cobrando hasta el 50% de las ganancias. Fue así como el gobierno de la ciudad comenzó
a elaborar un plan (aún no implementado) para supervisar la totalidad de los
protocolos de sus instituciones, cobrar directamente el dinero de los
laboratorios y luego repartirlo (según su criterio siempre dudoso) a los
investigadores, es decir, cambiar la titularidad de un monopolio según
tendencias políticas de estos días. Pero a todo este complejo, se suma la
profusión de pequeños grupos de profesionales de formaciones diversas no
siempre entrenados en la difícil tarea encomendada, que aprovechan las migajas
que caen del festín y llevan adelante protocolos complejos en centros no
calificados, situaciones que los sobrepasan y que ponen en riesgo la seguridad
de los pacientes intervinientes.
Asomarse a esta situación tan compleja no
hace sino poner al descubierto cómo el desinterés de quienes deben conducir la
salud en nuestro país miran siempre para otro lado hasta que las complicaciones
desbordan los cauces habituales o las necesidades económicas advierten ventajas
no despreciables. Mientras tanto, la utilidad de los protocolos se debate
frente a la ética de los médicos que los llevan adelante.
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