A veces, gente en la
que uno jamás confiaría resulta lúcida y transparente como cristal. En el día
del camionero, Hugo Moyano en demostración de su fuerza al frente de la CGT en
el estadio de Huracán repleto de representantes de su gremio provenientes de todo el país, aprovechó para contestarle a la
Presidenta alguno de los contenidos del discurso del día de su asunción.
Resultaba así la marcación del terreno sobre el terreno ya marcado al más puro
estilo animal en la acepción más pura del término. La Señora Cristina había señalado con autoridad de Directora
de escuela que ella era quien ostentaba todo el poder legitimado por las urnas,
que había sectores, como el bancario, que ya habían acumulado suficiente
fortuna como para aceptar ciertos requerimientos del Estado, y que ella no era la
Presidenta de las corporaciones (léase de la CGT) y que no iba a tolerar
extorsiones, subrayando a su modo que su Gobierno había resultado superior al
del mismísimo Perón. En resumen, que la fiesta de las repartijas había
finalizado y que ahora el botín era sólo para los Kirchner. Y Moyano, a pesar
de su hablar ebriforme, subrayó dos puntos en los que se basa el eje del
conflicto que los separa: el manejo de las obras sociales y la vacuidad de la
estructura del Partido Justicialista en la provincia de Buenos Aires y en la
Nación. Se quejó de la maniobra a la que atribuyó solapadamente una influencia
oficial que llevó a la cárcel a Zanola, el responsable del gremio de los
bancarios complicado indisimuladamente con irregularidades en el manejo de los
fondos de su obra social y la utilización de medicamentos truchos para sus
afiliados. Moyano recordó los años de esplendor de la mano de Néstor Kirchner
quien, con su natural propensión a pagar en efectivo por lo que consumía, le
había prometido apoyar las obras sociales, promesa cumplida cuando facilitó que
los gremios llenaran sus arcas en los años de crecimiento de la Economía, que
Moyano creciera desaforadamente como empresario particular, y que a la vez
escalara en la estructura de la CGT y el Partido Justicialista de la provincia
de Buenos Aires y de la Nación, haciéndolo soñar hasta con la Presidencia de la
Nación. Nadie como la familia Moyano lamentó la muerte de Kirchner, quizá no
tanto por el afecto profundo que los unía sino por la sociedad comercial y política
que se derrumbó con su muerte y con la ocupación del espacio oficial por
Cristina y su hijo Máximo. Eran épocas en las que los intendentes obedientes y
sedientos de contribuciones aportaban caravanas de cientos de ómnibus
anaranjados repletos de habitantes de los barrios carenciados que eran arriados
por punteros hasta la Plaza de Mayo para escenificar las manifestaciones que
requería el Gobierno mientras que la CGT llenaba de colorido esas fiestas
calificadas como populares y el PJ sacaba del arcón los instrumentos bien
conservados del folclore peronista tan caro a los sentimientos de muchos
humildes y a los bolsillos de muchos nuevos ricos de barrios acomodados. Pero
el peronismo ya era un gran ómnibus al que subían pasajeros y conductores diferentes desde
hacía décadas. Habían sido primero, a fines de los cincuenta, radicales
intransigentes, en los sesenta dirigentes sindicales que gustaban del doble
espionaje y que debieron pagar las traiciones con sus vidas, en los setenta trasnochados
lectores de Marx y fanáticos del Che Guevara creyentes de las transfiguraciones
revolucionarias, a mediados de los setenta militares y policías asesinos, a
comienzos de los ochenta abogados represores y estúpidos quema ataúdes, a fines
de los ochenta y parte de los noventa patilludos neoliberales y privatizadores
acompañados hasta de gorilas de la más rancia estirpe, al comienzo del dos mil mafiosos
y golpistas. Y ahora llegaba el turno de sureños ambiciosos y autoritarios. El
ómnibus seguía pintado de los colores de los alegres días soleados peronistas,
de las marchas gastadas como las púas de los tocadiscos que tanto la habían
despertado, y los sones de los bombos conservados en los armarios de las
unidades básicas. Los descamisados ya no estaban pero crecían los vecinos de
las villas cuyos abuelos habían estado en la plaza del cuarenta y cinco. El
líder de los brazos en alto con su eterna sonrisa se había muerto hacía mucho
después de quedarse sólo en la plaza con los gordos reaccionarios de las
sesenta y dos organizaciones ante la ida de los jóvenes decepcionados que
pretendían cambiar el mundo. Pero ahí estaba la caja de Pandora, la lámpara de
Aladino que frotada convenientemente despertaba sones movilizadores y atraía a
legiones que llenaban las urnas. El ómnibus pintado con alegres colores aún
servía para transportar a quien tuviera talento para ocuparlo y hacerlo
arrancar, sea cual fuera su naturaleza, su origen o la ideología que sustentara. Pero
en esencia, aquellos años, esas antiguas sensaciones no son genuinas. Sólo una
ilusión que nace como cuando un proyector vuelve a
la vida los cuadros de una película ya vista infinidad de veces.
El ómnibus está aún ahí y quizá allí siga
por muchos años para usufructo de quien logre ponerlo en marcha. Pero como dijo
Moyano, en definitiva, es una cáscara vacía.
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