domingo, 11 de diciembre de 2011

De juras y verduleros.


La jornada de la jura de la Presidenta estuvo marcada por sensaciones. Donde uno fuera ese día y hubiera un receptor de TV o de radio cerca se oían cánticos y rugidos de tribunas como en un día de final de algún clásico futbolístico. No era para menos en un día de júbilo popular porque se festejaba uno de los actos más trascendentes de la democracia de la que estuvimos privados tantos años. Pensé primero cuánto esfuerzo habrían hecho los Kirchner a favor de la recuperación de la democracia, aunque después recordé los informes de algunos que cuentan que por esos años, el matrimonio de jóvenes abogados estaba muy ocupado en su estudio de Santa Cruz acumulando inmuebles de deudores hipotecarios apretados hasta el cuello.
Vi a la Presidenta jurar, en la emotiva sesión de la asunción  alterando la fórmula clásica por aquello de “que Dios, la Patria y él me lo demanden”, equiparando valores y jueces supremos metafísicos haciendo emocionar hasta las lágrimas a millones de personas que seguían el solemne acto, o provocando en otros asombro, indignación o vergüenza ajena.
Pude ver a la hija de la Presidenta colocándole a su madre, en un acto inédito para la asunción de tal alta investidura, la banda presidencial, como una hija puede darle a su madre a probar una remera comprada para su cumpleaños, haciéndole preguntar a uno ¿quién es esta chica tan simpática que está colocándole no sin cierta dificultad la banda presidencial a la Señora Presidenta?, dónde están sus méritos, salvo los genéticos (en un caso como éste en el que no se trata, al menos de acuerdo a los enunciados de nuestra carta magna, de una familia real en ejercicio porque tengo entendido que en Argentina no existe el reinado), o cuál es el papel que esa joven dama representa para el Estado argentino y que le proporciona el placet para tan alta distinción, o dejo atrás tantas preguntas y concluyo que tal vez se trate de una fiesta familiar, como un cumpleaños o un casamiento, en la que quien comanda las decisiones más importantes decide quién hace tal o cual cosa simplemente porque se le antoja…
Comprobé la euforia del  vicepresidente a quien sólo le faltaba que sus amigos se le acercaran para aplastarle huevos en la cabeza, y tirarle harina y fideos en un festejo de graduación en las puertas de una facultad, aunque debo reconocer que comprobé avances en su madurez al constatar que vestía traje en vez de short, y que no había llevado la guitarra eléctrica para alegrar la fiesta (lo cual no hubiera sido en absoluto objetable, salvo para los gorilas que nunca faltan, o algunos de la Cámpora que se encargan de espiar todo el tiempo a los funcionarios y de rectificar a los desviados siempre que se pueda).
Fue emocionante seguir los cánticos de los jóvenes que habían ocupado el recinto, llenos de la efervescencia de los años de desenfreno, ovacionando a la Presidenta, al difunto que no puede nombrarse, a la J.P., a Cámpora, a De Vido. Cantando la marcha peronista adecuada a los tiempos que se viven, subrayando la resistencia en los noventa. Silbando y acusando a gritos de traidor al vicepresidente saliente mientras la televisión pública hacía malabares para no enfocarlo y reemplazar su imagen por la de una bandera con la que se lograba taparlo.
Fue deslumbrante constatar cómo la Presidenta elogiaba  al Secretario de Comercio confiándole más responsabilidades en el Gobierno a un hombre como él, descalificado por quienes lo tratan por primitivo, áspero, grosero y buscapleitos, pero extremadamente leal, ahora encargado de ocupar áreas de Economía, de Cancillería y de Industria, condicionando con su accionar las funciones de los responsables directos de esas áreas, como para desautorizarlos o, al menos, controlarlos bien de cerca.
Qué emotivo fue ver a los artistas, músicos, actores y actrices de la escena nacional, besando a la Presidenta y mirando a las cámaras, deslizándole algún que otro elogio o bocadillo ocurrente y tal vez gracioso que la primera mandataria no escuchaba porque sus oídos estaban endulzados con músicas más sublimes, haciéndome pensar qué profundidad intelectual la de los artistas que con sus sensibilidades perciben sintonías que casi la mitad de la Nación no valoran, y haciéndome concluir que también algún grado de narcisismo, propio de la actividad específica, es necesario para pasar las horas que fueron necesarias pasar hasta que la Presidenta los recibiera y se encendieran las luces de las cámaras, que no serán las de Campanella pero al menos son cámaras y todo suma.
Y, finalmente, cómo me emocioné cuando vi a Charly en el escenario, gordo y lúcido como nunca, con su banda, disciplinado, bien vestido, sin romper ninguna guitarra, sin pelearse con ningún fan, sin olvidarse la letra, compartiendo el escenario con Cristina, quien me evocó a la cantante roquera de esa banda donde Charly García, nada menos, estaba en un segundo plano, como lo está el pianista de Lady Gaga, mientras ella se balanceaba con el Himno en tiempo de rock, y trataba de seguir con sus labios los difíciles acordes de la canción patria modificada por el cantante popular.
Los festejos  siguieron largas, largas horas, mientras la dicha inundaba todo, en un acto lleno de alegría frente a la Casa Rosada, como un auténtico show popular o nacional y popular espontáneo convocado por un pueblo feliz y despreocupado.
Hoy venían mis hijos a casa y decidí cocinar un asado. Fui a la carnicería y no estaban la radio ni la TV encendidas. El carnicero me anunció que llovería a la tarde. Me cobró ciento ochenta y cinco pesos por un asado para seis personas. Recordé con una sonrisa la última broma pública del Secretario de Comercio, cuando días pasados anunció que por ochenta pesos una familia podría tener una buena cena de navidad. Pensé entonces que quizá para la navidad, en dos semanas, los precios bajen como para darle la razón al señor Moreno. Fui después a la verdulería donde tampoco había radios ni televisores encendidos. Quisieron cobrarme quince pesos por un kilogramo de bananas que no compré. Imaginé que este año iba a ser difícil seguir con la tradición de la ensalada de frutas. Cuando me iba, el verdulero me alertó: “El que viene va a ser un año…”

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